jueves, 1 de noviembre de 2012

L'Eternité

Se fue hace algunas décadas.  
Al principio quise poblar las horas vacías con el ajedrez. Pensé en el número de combinaciones, ramificaciones y posibilidades con las que se puede operar una jugada, en los aspectos contextuales de la partida, en la habilidad o en la inepcia del adversario. Memoricé todas las tácticas defensivas y ofensivas descritas en los libros, las imité y las conmuté hasta el tedio. Hace veinte años, un hombre de descuidada barba gris me ganó. 
Dejé el ajedrez porque hay códigos en el tablero que ni la memoria más vasta ni el genio más lúcido pueden descifrar.   

Intenté con la literatura, esa mezcla heterogénea de realidad y de sueño tan difundida y subestimada en el planeta. Emprendí la ardua lectura de los griegos; al rapsoda épico, a su alumno, a Platón y a Sócrates, a Heráclito, a Demóstenes, al universal Aristóteles y a Píndaro el poeta. La geografía me acercó a Séneca y a Plinio. Leí La Tempestad, El Quijote, El Fausto, El Decameron, Rojo y Negro, La Divina Comedia y El Evangelio; este último es el que más abunda en licencias literarias. Profesé una variación del panteísmo de Bruno y Spinoza, en el que Dios es y no es. Inexorablemente, comencé a escribir.

Escribí poesía (intentos), prosa poética, cuento, novela y un misceláneo e inexperto trabajo sobre la condición del tiempo que poco después me llevó a quitar todos los relojes de la casa. 

Me acometió el temor de escribir algo que ya hubiera sido escrito, por ejemplo, Ana Karenina; no me pareció descabellada esa idea. Tarde o temprano sería Simbad o Tom Sawyer, Raskolnikov, Gregor Samsa, Gatsby, Aureliano Buendía, Teseo o Ingmar Bergman. Así como la noche se confunde con el infinito, mi rostro se confundiría con los rostros de todos los hombres.


Me cansé de las palabras y erré sobre veredas de piedra, caminé entre jardines de plácida hierba y me perdí entre callejones de oscura melancolía. Practiqué crudamente el estupro y la sodomía. Me entregué a la riña y a la expoliación. Vanamente sucumbí al alcohol. Crecieron mi barba y mi cabello. Maté y traicioné por placer, sentí la negra y obscena sangre correr entre mis dedos. Conjeturé que no sería menos o más asesino por matar a uno o a veinte hombres, así que hice de la muerte una costumbre. 


Hace tres años me capturaron junto al Ródano. El juzgado me computó quinientos doce años más veinticinco cadenas perpetuas. Desde entonces la vida es aburrida. Aquí adentro la comida es mala, los baños están sucios y el sexo es enfermizo. Lleno mis días con la lectura de Nietzsche y el baloncesto. He vuelto a la escritura; a veces flojamente escribo notas como esta. Espero que algún día llegué mi redención. Ahora sólo me queda esperar que se pierdan los siglos, se herrumbren los barrotes y se desmoronen los muros de este presidio; se olviden de mí como involuntariamente se olvidan los versos de un soneto. 
     

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