viernes, 20 de julio de 2012

Cien Años de Soledad

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento,
 el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota
 en que su padre lo llevó a conocer el hielo.

-Ningún disparate –dijo Aureliano-. Es la guerra.
Y no me vuelva decir Aurelito, que ya soy
el coronel Aureliano Buendía.

La mítica leyenda del coronel Aureliano Buendía comienza con el par de citas que anteceden esta nota. La primera inaugura la novela, y es considerada una de las mejores aperturas narrativas de todos los tiempos. La segunda respalda el auge inusitado del coronel Aureliano Buendía, uno de los personajes centrales de la historia y, en mi opinión, uno de los héroes (o antihéroes) más complejos de la literatura universal. Perdió treinta y dos guerras, tuvo diecisiete hijos (todos y cada uno con mujeres distintas), sobrevivió a catorce atentados, setenta y tres emboscadas, un pelotón de fusilamiento y sorteó un envenenamiento con estrecticina que habría bastado para matar a un caballo, además de frustrarse su tentativa de suicidio cuando se disparó en el pecho una bala que le salió por la espalda sin rasguñar una sola arteria.
Pero la novela trata menos del coronel que de la estirpe de los Buendía y la fundación de un pueblo de ensueño invadido, explotado, reprimido y devastado por la industria , la guerra y la lluvia: Macondo. Debo admitir que necesité de una meticulosa relectura para comprender por completo (y por completo se me hace una expresión un tanto osada) la envergadura de esta obra maestra. García Márquez amasó, mezcló, moldeó y horneó a fuego lento una parábola universal. Macondo es un prodigioso epítome de la historia de la humanidad, de la fundación de todo pueblo y del destino inexorable de todo linaje.
Macondo surge en el decurso de un peregrinaje sin destino, impulsado por un remordimiento de conciencia y el melancólico espectro de Prudencio Aguilar, personaje fugaz muerto a manos de José Arcadio Buendía en una riña de galleros. José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán cumplen un exilio voluntario y salen de Riohacha; emprenden la tortuosa travesía sobre la sierra y, por un sueño augurador de José Arcadio Buendía (relacionado con una aldea de espejos), fundan Macondo en medio de la ciénaga.

Cien años de soledad es una historia plagada de magia, recuerdos, nostalgia, muerte, espectros, prodigios, locura y soledad. Es un complejo de mitologías vertidas en un mismo y profuso ámbito, fundidas en una reverberación de espejismos y evocaciones sobrenaturales; encuentro a Orfeo y su lira melodiosa en Pietro Crespi y su cítara la noche prolija en que despertó y conmovió a los habitantes de Macondo con su timbre de ángel, sufriendo la hiel del rechazo inopinado de Amaranta; recuerdo al coronel Aureliano Buendía en el consultorio con la marca de yodo en el corazón premonitoria del suicidio, imitando en táctica al trágico Jaques Rigaut; entreveo a Penélope de Itaca en Amaranta y la costura inacabable del sudario que habría de ataviarla en el sepulcro; y las Sagradas Escrituras presentes en el diluvio de cuatro años once meses y dos días que devastó a Macondo.
Resulta extraordinaria la vastedad de referencias culturales que se vislumbran en la novela, todas tan incrustadas en la trama que es menester un conocimiento y una capacidad indagatoria propia de los eruditos para identificarlas todas.

En la página 313 de la edición clásica, García Márquez alude a la portentosa novela La muerte de Artemio Cruz de su gran amigo Carlos Fuentes, escribiendo el siguiente párrafo:

“Entre ellos se llevaron a José Arcadio Segundo y a Lorenzo Gavilán, un coronel de la revolución mexicana, exiliado en Macondo, que decía haber sido testigo del heroísmo de su compadre Artemio Cruz.”         

Carlos Fuentes devolvería el homenaje en Terra Nostra* (1975), urdiendo a un coronel colombiano apellidado Buendía, exiliado en París.

Pero esta espléndida concepción no sólo se vale de elementos clásicos de la literatura y la historia, y creo que su mayor virtud recae en esto: incorpora tradiciones, costumbres y supersticiones inherentes a los pueblos latinoamericanos. Forja y recrea, en este pueblo legendario, la idiosincrasia latina, fraguando, asimismo, un círculo de afinidades con los lectores nacidos en América del centro-sur.
Una vez leí en algún ensayo de García Márquez que la novela que motivó la creación -después de un pequeño estancamiento creativo- de Cien años de soledad fue Pedro Páramo de Juan Rulfo. Traigo a cuento esto porque Pedro Páramo es una de las grandes novelas de la superstición latina; Juan Preciado, el protagonista, llega a Comala, un pueblo fantasma hacinado de espectros que lo conducirán por el pasado sibilino de su padre Pedro Páramo. Es notable el eco que hace el argumento en la casa de los Buendía cuando comienza a plagarse con los espectros de Melquíades, José Arcadio Buendía, Prudencio Aguilar, quien los busca de pueblo en pueblo, el coronel Aureliano Buendía, Fernanda del Carpio, Úrsula Iguarán, etc.

El humor es el estilóbato primordial de esta urdimbre desaforada de acontecimientos. El humor de García Márquez es un humor ácido, negro, pícaro y sexual; está presente a lo largo de la obra como unificador de la trama; rememoro con entusiasmo ciertos pasajes: cuando José Arcadio Buendía lleva a sus hijos a conocer el hielo y les dice asombrado que es el diamante más grande que se haya visto para enseguida ser corregido por el guardián gitano, «es hielo», dejándolo en ridículo frente a sus hijos; cuando se muere José Arcadio y el cuerpo se impregna con un olor a pólvora irrevocable y Úrsula lo lava y friega sin ningún éxito y utiliza como último recurso sazonarlo a fuego lento con ají, comino y hojitas de laurel sin lograr otro resultado que no fuera la descomposición del cadáver; o uno muy bueno cuando comienza el diluvio de cuatro años once meses y dos días y Fernanda se muestra solícita al arrimarle un paraguas “medio desvarillado” a Aureliano Segundo para que se vaya a casa de Petra Cotes y él responde con resolución:  «Me quedo aquí hasta que escampe.»
En fin, podría pasarme la tarde entera recogiendo episodios de coyunturas divertidas.

Macondo es el vaticinio lógico del destino de un mundo sobreexplotado por las industrias, las guerras y las burdas ambiciones capitalistas. Es el retrato fiel de una sociedad en decadencia, de una tierra agónica. La compañía bananera que yerma la fecundidad de Macondo no es sino una triste alegoría a todas esas industrias que no hacen otra cosa que disecar la naturaleza, sin templanza, sin pudor, sin sensatez.
Las treinta y dos guerras promovidas por el coronel sólo demuestran la futilidad secular de los pleitos armados; nunca se sabe a ciencia cierta por qué se está luchando o si en realidad vale la pena dilapidar plomo por algo.

El tiempo (como en toda gran obra) es espectador sinuoso de Cien años de soledad; aquí está planteada, también, una cuestión harto consabida: la circularidad del tiempo. Podría argüirse que la estirpe de los Buendía es una estirpe, por así llamarla, redundante. No por nada Úrsula se la pasaba exclamando que el tiempo estaba dando vueltas al notar, no sin un poco de estupor, que los nietos repetían las manías de los abuelos, o los bisnietos las de los bisabuelos. Como Caín mató a Abel y Rómulo a Remo, a Aureliano Babilonia lo consumió la lujuria por su tía como a Arcadio por su madre.

La astucia y la tenacidad con las que Gabriel García Márquez fusiona realidad con fantasía, historia con mitología, humor con seriedad, lo colocan como uno de los más ilustres genios de la literatura de todos los tiempos. Es precursor y máximo representante del género literario conocido como realismo mágico, y su obra capital es, incuestionablemente, Cien años de soledad, que a la postre le significó el premio Nobel de Literatura en 1982.
       
Si no han leído la novela corren con suerte, pues tendrán la fantástica fortuna de leerlo por primera vez. (Esta frase se la escuche en una ocasión a algún periodista o escritor y desde entonces resuena en mi cabeza con cada libro ignoto que abro.)


*Terra Nostra es la obra más vasta y ambiciosa de Carlos Fuentes (783 págs.); ya he leído esta abundante novela pero no me he dado a la empresa temeraria de elaborar una nota about, porque, por muy somera que fuera, aun los conocimientos en el volumen me rebasan.

Nota:
Los renglones anteriores no representan sino un acercamiento “por encimita” de la novela de Gabriel García Márquez. Mis pretensiones, más allá de difundir la literatura (que es a menudo lo que busco), son asimilar la lectura, sedimentar mi comprensión.