viernes, 23 de noviembre de 2012

El extraño de Gomorra

Un hombre vino del desierto. Arribó ayer a mediodía, cuando no había sombras en el cetrino suelo de tierra. Entró en la plaza arrastrando penosamente sus sandalias; un jubón harapiento y gris le ataviaba el cuerpo. Trajo consigo una negra piltrafa de carne de serpiente y un báculo. Se sentó a la sombra de un muro de mampostería y no se ha movido, hasta ahora.   
     En la mañana noté que la sed lo abrasaba. Le acerqué un cuenco con un poco de agua fría, me miró con ojos perplejos y tomó el cuenco, lentamente lo llevó a su boca. No había dado ni un sorbo cuando un vecino bruscamente se lo arrebató de las manos, -no hay agua para extranjeros-, me reprimió. El hombre no protestó, se resignó a observar cómo el vecino vertía inicuamente el agua en la tierra pálida. Recogí el recipiente que había caído al piso y miré con tristeza al reseco hombre. Me fui a casa, el vecino se quedó imprecando al anciano surgido del desierto.
     
Hay un tumulto en la plaza; los hombres del pueblo, en cónclave, están lapidando al extranjero. Pero de sus heridas no brota sangre, brota arena, dorada e infinita arena rebosa de sus profundas dilaceraciones. 
Han dejado de apedrear el promontorio, el hombre volvió a su elemento, se ha perdido en su cosmos de profusa arena. -!Ahuyentamos al demonio!- se carcajea la plaza.

Salí del pueblo a recoger algunas espigas en el campo, una insignificante herida en el pie izquierdo me demoró a la sombra de un frondoso árbol. Enrojeció el cielo, creí que el ocaso se había adelantado. A unos pasos del pueblo, noté las oscuras columnas de humo, más adelante, los tejados jironados por el fuego y los muros hollinados. En la plaza pululaban descuartizados y ennegrecidos los cuerpos de los que antes fueran mis congéneres. Ya no supe qué pensar, acaso mis padres también estarían muertos.  


No hay comentarios:

Publicar un comentario