Algún día me decidiré a escribir algo bueno...
Desemboqué
en Donceles y el calor de la tarde me pegó de lleno en la sensible piel de la nuca.
Me escoció. Me quité los audífonos y
entré a una de las múltiples librerías de usados que están a lo largo de la
calle. El fresco del local literario relajó mi nuca ardiente.
Interrogué
curioso una mesa de literatura francesa (los mínimos precios bien valían la
autopsia), y, salvo unas versiones compendiadas de Balzac, todo me resultó prescindible.
Desistí la búsqueda y me aproximé, esperanzado, a la sección de filosofía (las
secciones se delimitan con letreros oblongos en lo alto de las repisas, a la
vista de los visitantes). En vano examiné los anaqueles; no encontré nada de
Schopenhauer y de Nietzsche había sólo un antiguo volumen en alemán de Ecce Homo. No sé alemán.
Cuando
pasé a la sección de literatura rusa me entusiasmé muchísimo con la casi irreal
teofanía de Los Demonios de
Dostoievski, a dos tomos y en una edición en pasta dura con forro de seda roja,
en perfecto estado; la novela estaba entre un copioso volumen de La Guerra y La Paz y una tímida
traducción del Sujodol de Iván Bunin.
Tomé el primer tomo y tuve la perversa, casi erótica, sensación de quien
acaricia un cuerpo prohibido o descubre un placer secreto. Abrí el libro y
descubrí lo secreto y lo prohibido; en la parte superior derecha de la primera
página estaba adosada una estampilla con el precio; era un abuso. Casi con
melancolía, regresé el volumen a su lugar.
Dirigí la
vista hacia el fondo de la librería y advertí el letrero fosforescente de la
sección de psicología. A pesar de no ser un avezado de la psicología, esperaba,
llevado más por la curiosidad que por la convicción, hallar algo de Lacan.
Nunca lo había leído y sin embargo había escuchado de la bizarría de su prosa;
quería acometer la lectura de alguna de sus obras. No hallé nada, en su lugar
adiviné una abundante colección de Freud y algunos trabajos de Jung. No reconocí
a los otros autores.
Detrás de
mí se pronunciaba una profusa cantidad de bestsellers;
de malos bestsellers en realidad.
Acaso eché un vistazo por puro ocio. En medio del enorme librero me topé con un
estrecho, una delgada brecha hacia una sección desconocida de la librería
(logré distinguir más anaqueles del otro lado). Ponderé la anchura del
pasadizo; sólo podría cruzarlo de lado una persona esbelta. Me llamó la
atención el letrero que precedía el pasadizo. Mostraba la siguiente inscripción:
La Chambre Sans Le Temps. No sé si
por vanidad (porque sé francés) o por intriga, crucé el umbral de lado.
La
habitación era mucho más grande de lo que pensé, al mirar del otro lado.
Contemplé azorado la enigmática arquitectura del cuarto; no tenía ángulos, o, tal
vez, tenía vértices y ángulos infinitos; era una íntegra esfera, un orbe de libreros,
anaqueles y repisas atestados de ignota literatura. La posición de los
anaqueles coincidía cabalmente con la circunferencia de la habitación. No
juzgué espacios muertos y los únicos sitios en que no descubrí libros fueron el
suelo cóncavo en el que me encontraba y la estrecha hendija por la que había
ingresado.
Me fue
imposible ignorar las casi subyugantes sensaciones de extrañeza y aislamiento
que saturaban el espacio. Cuestioné el mecanismo de sujeción que mantenía fijos
los volúmenes en el techo. Pensé en una falla del mecanismo y en todos los
libros precipitándose sobre mí. Supuse que esta nueva sección estaba
especializada en lenguas desconocidas (o para mí, al menos). Todos, en algún
momento, hemos oído hablar del sanscrito o el arameo, o los sistemas
filológicos del Indostán. Creo que la vasta unanimidad de la biblioteca
pertenecía a alguna o varias de estas lenguas tempranas. Los clientes acaso no
frecuentaban esta parte de la librería por esa razón.
Tomé al
azar un libro, lo desempolvé y lo hojeé. No entendí nada. Inspeccioné algunos
otros y luego me aburrí. No estuve más de cinco minutos en la habitación.
Cuando salí ya no había libros, más bien, ya no era una librería. Era un local
de control y robótica. Pregunté al androide que atendía que qué había pasado
con la librería. No me entendió o no me escuchó.
Los androides pululaban por todas partes y el sol en la calle estaba más
ardiente que nunca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario