sábado, 29 de septiembre de 2012

Vieja Redención

— He vuelto…

Sus rasgos se habían perdido, irreparablemente, con el decurso de los años; estaba casi irreconocible, observar su rostro era, de algún modo, como despeñarse en el vacío. Uno de sus ojos estaba muerto y los trazos profundos en su frente y mejillas pronunciaban una piel curtida por la miseria; la nervadura incendiada de una larga cicatriz en el mentón presidía el resto de su cara.

Apretó fuertemente el puñal y sintió el constreñido flujo de sangre en su mano.
El viejo contemplaba, reclinado sobre un antiguo mecedor de mimbre, los transidos movimientos de su visitante.

— Esperé mucho tiempo para que al fin cruzaras esa puerta, Isaac. — Dijo, con voz cascada, el viejo inválido. Tomó un cigarrillo del sucio cenicero de cristal que tenía sobre la manta que cubría sus piernas y lo acercó lentamente a las comisuras de sus labios.
—Creo que ya sabe a que he venido. —Contestó, nostálgico, Isaac, y alcanzó al viejo, un fósforo encendido.
 —Responder que no lo sé o pretender que has olvidado lo sucedido, sería injusto para ambos. Aunque no me creas, y sospecho que no lo harás, estoy arrepentido... —
—Ahórrese su arrepentimiento, viejo, que yo no sé qué clase de fuerza lo acudió para hacer lo que usted hizo. — Se interpuso Isaac.
—Entonces, ya... ¿ya me perdonaste?— preguntó, casi suplicante, el viejo.
—El perdón no existe, Abraham. El dolor es algo que se alimenta del tiempo, la soledad y la miseria. Perdonarlo me haría un hipócrita y un cobarde. —Reiteró Isaac, que seguía parado frente al viejo.

Abraham exhaló con dificultad el humo del cigarro. Carraspeó. Sus pómulos dibujaron dos tímidas líneas cristalinas; dos pequeños cursos de agua abrevaron de sus cuencas fatigadas. Isaac se sentó en un sillón jironado, el gato del viejo salió corriendo hacia el pasillo. Suspiró y después contempló largamente el cielo raso de cal. El sol comenzaba a ocultarse detrás de las colinas. Las sombras se encargaron de desdibujar la sala.

—He pasado cincuenta años aguardando al redentor que perdigara lo que yo, por cobardía, no había podido llevar a cabo, me alegra y me azora saber que ese redentor eres tú, hijo... los ciclos se consuman de formas insospechadas…
—Quiero que sepa que no le reprocho que me haya querido matar —se adelantó Isaac—, le reprocho que me haya dejado con vida y le deploró, aun más, haberme obligado a vivir pensando por qué lo hizo…
—La razón es algo en lo que ya no creo y en lo que dejé de creer después de haberlo hecho. —Gimió, melancólico, Abraham.
—Pero supo dejar su símbolo, su eternidad, su reiteración del pasado... y para su desgracia, y para la mía, existen los espejos. — Inquirió Isaac.

Isaac se levantó del sillón, empuñó coléricamente el puñal, y lo arrojó, con desprecio, sobre el regazo de su padre. Abrió la puerta, salió bruscamente y no ció, nunca más lo haría. No precisaba asesinar un cuerpo con el alma muerta.


Epílogo
El relato anterior es el intento malogrado de una venganza metafísica; un niño escapa de casa porque su padre ha querido matarlo. El niño regresa: es un hombre maltrecho y constreñido por las desgracias de su existencia; busca redención. El padre es un anciano que raya la decrepitud, está inválido y su única compañía es un gato viejo, que ha ocupado sus días desgarrando un sillón arcaico. El hombre, el hijo, descree de la omnipotencia del perdón y condena al padre a una muerte en el remordimiento. Una acción del pensamiento forma más dilaceraciones que el filo de un puñal; prodiga, sin fin, una muerte aún más dolorosa: la muerte en el alma. 

El argumento, aunque profundo, es un plagio de espléndidos desarrollos anteriores. Me temo que he fracasado en este breve concilio entre dos olvidos: Episodio del Enemigo y La Mort Heureuse. Los nombres son bíblicos. La cicatriz del hombre es, acaso, un mero símbolo de la memoria.