Cansado de crear historias
vagas y personajes sin lustre, aquella madrugada el escritor se levantó de la
cama, calentó un pocillo con café y se dispuso a teclear en la vieja máquina de
escribir que tenía apostada en su escritorio. Entreveía el argumento, no muy
bien, pero lo entreveía. Sin demora y liturgia algunas, comenzó a escribir.
Lentamente oprimió la tecla E pero se arrepintió enseguida. Abrir la
narración con un artículo lo conduciría al fracaso; así lo había hecho con sus
últimos libros, y ésta tenía que ser una historia diferente, ésta tenía que
subvertir todos los convencionalismos de su escritura. Verbo transitivo o
intransitivo, adverbio o adjetivo, preposición. Optó por el adverbio.
Mecanografió la primera frase y la deploró, rompió la página e insertó una
nueva hoja en blanco. Ajustó el rodillo y comenzó de nuevo.
Escrito el primer párrafo, consideró que la
historia que estaba germinando era superficial y pretenciosa, por lo que tomó
la hoja, la comprimió con las manos y la arrojó al suelo. Urdir una obra
maestra no era sencillo. Tramó vagamente durante horas.
Cuando por fin tuvo la historia que lo
colocaría entre los grandes de la literatura, ya había amanecido. Y él sólo
escribía de noche. Así que dejó reposar esa magna obra en la consola de su
pensamiento.
Unas horas antes del
crepúsculo, el escritor retomó con vértigo la serie de ideas que habría de
disponer sobre el papel y las juzgó patéticas, atiborradas de interjecciones
vanas e hipérboles injustificadas. Lágrimas de impotencia le corrieron por los
ojos.
Durante años había podido escribir sin ningún
problema y ahora, tratando de hallar la historia precisa, no conseguía nada que
lo satisficiera. Pensó y leyó, leyó y pensó, ensayó varios argumentos que
desechó casi enseguida. Incluso musitó una oración al Dios de su adolescencia,
al que ya no recurría desde hace muchos años. Hojeó con amargura sus textos
precedentes y en el pensamiento calificó de sinvergüenzas a los procaces editores
que los publicaron.
Hacia la medianoche, cuando la luz de la luna
se filtraba por el tragaluz, durmió sin haber obtenido un solo atisbo de
maestría. Soñó vertiginosamente con un libro, un libro en blanco, cuyas páginas
recorría sin leer palabra alguna, lo soñó turbio y pegajoso, sin chiste. Despertó
temprano y volvió a pensar, esta vez con melancolía.
Por la tarde, comió muy poco. Sus ojos,
entreabiertos, miraban sin ver. La barba, pulcra de antaño, había comenzado a
crecerle. Fatigosamente caminaba por los solitarios pasillos de su casa todavía
pensando, todavía esperando o quizás ya con resignación.
Dos semanas transcurrieron
desde que el escritor había decidido escribir historias de verdad y a estas
alturas había abandonado la escritura. Ya no salía de su casa, ya no leía,
probablemente ya no pensaba. Sólo se sentaba en el sillón o en la terraza, y
fatigaba sus días contemplando el vasto cielo azul de las tardes.
Cada mes le llegaban las copiosas regalías de
sus malos libros; las donaba a las bibliotecas o las desperdigaba sin resquemor
entre la profusión de mendigos de la ciudad. En algún momento compró un arma,
por si las dudas. Vendió su casa y donó sus libros. Erró largamente de ciudad
en ciudad, de hotel en hotel, de cuartucho en cuartucho.
Una noche de invierno, tendido en una banca metálica
con las manos cruzadas sobre la cabeza y observando fijamente las estrellas,
al otrora escritor se le develó su gran obra; no era más de una línea, pero de
algún modo encerraba el universo. La saboreó, la repitió en voz baja y luego la
olvidó (o creyó que lo había hecho) y sacó su arma. La llevó lentamente hasta
su sien, cerró los ojos y, con una leve sonrisa en el rostro, hizo fuego.