miércoles, 20 de febrero de 2013

Fragmento

Emiliano González, escritor mexicano injustamente desdeñado, incluye en su obra capital: Los sueños de la bella durmiente este pequeño Fragmento que, modelado por el sueño, es un paradigma fiel de su estilo: imaginativo, inconcebible...


FRAGMENTO


Custodiado por esfinges de cristal, un tesoro persa aguarda vanamente en las profundidades de mi cerebro. Ejércitos de caballeros humeantes, montados en osamentas de potros, lo dejaron ahí: para hostigar mi codicia todas las noches. Las esfinges, posadas a cada extremo de un sepulcro dividido por una escalinata que conduce a donde está el tesoro, vigilan la ascensión de seres amortajados. A sus pies brilla un césped cuajado de rocío: el parque de las ninfas. Hay alamedas a lo lejos, amores de bronce y en medio del jardín un fáustico reloj, mudo para siempre. Yo frecuento con pasitos de rata los senderos de grava, sólo por el placer de pisar arena imaginaria. Mientras camino, advierto una lluvia incipiente. No se me ocurre nada: estoy absorto, contemplando esa luna de plata que brilla junto al sol.

De pronto, el cielo se quiebra como un espejo.

lunes, 4 de febrero de 2013

La muerte del escritor I

Un escritor sueco, de Guthenburg, presiente, una tarde de agosto, que el texto que ha estado escribiendo durante los últimos dos años está a punto de llegar a su desenlace. Los personajes van y vienen en una suerte de vaivén vertiginoso, se rebelan contra su creador, ofrecen argumentaciones que desafían, insurrectas, las secretas leyes de la creación literaria; sucesos imprevistos de pronto se cuelan en la narración sin que el pobre escritor escandinavo logre hacer nada: ya no es dueño de su obra y aun menos de su pensamiento. Como un vil y obediente autómata, es manipulado por la negligencia de sus protagonistas, dirigido por las invisibles cuerdas de sus titiriteros literarios. Almaric Jorgensen trama en contra de Pipo Stevenson, quien, de algún modo, es el escritor. Todo está urdido: la cena en el Bonsoir, Petite, el champagne, el choucroute garnie, la leve demora del camarero, el cuarto de hotel en el Skeppsholmen, la ducha. Cuando Stevenson sale del baño, Jorgensen, con un proyectil en la mano derecha y un puro en la boca, lo está aguardando al resguardo de la penumbra de la habitación. Un frugal intercambio de coléricas interpelaciones desentraña el carácter nostálgico del misterio, de la venganza. Jorgensen levanta y clava el revólver en la frente de Stevenson; morosamente, activa el percutor. El escritor se va de bruces contra la página mecanografiada. Tiene en la frente un profundo y renegrido agujero de bala. 
      

viernes, 1 de febrero de 2013

El mal escritor


Cansado de crear historias vagas y personajes sin lustre, aquella madrugada el escritor se levantó de la cama, calentó un pocillo con café y se dispuso a teclear en la vieja máquina de escribir que tenía apostada en su escritorio. Entreveía el argumento, no muy bien, pero lo entreveía. Sin demora y liturgia algunas, comenzó a escribir.
  Lentamente oprimió la tecla E pero se arrepintió enseguida. Abrir la narración con un artículo lo conduciría al fracaso; así lo había hecho con sus últimos libros, y ésta tenía que ser una historia diferente, ésta tenía que subvertir todos los convencionalismos de su escritura. Verbo transitivo o intransitivo, adverbio o adjetivo, preposición. Optó por el adverbio. Mecanografió la primera frase y la deploró, rompió la página e insertó una nueva hoja en blanco. Ajustó el rodillo y comenzó de nuevo.
  Escrito el primer párrafo, consideró que la historia que estaba germinando era superficial y pretenciosa, por lo que tomó la hoja, la comprimió con las manos y la arrojó al suelo. Urdir una obra maestra no era sencillo. Tramó vagamente durante horas.
  Cuando por fin tuvo la historia que lo colocaría entre los grandes de la literatura, ya había amanecido. Y él sólo escribía de noche. Así que dejó reposar esa magna obra en la consola de su pensamiento.

Unas horas antes del crepúsculo, el escritor retomó con vértigo la serie de ideas que habría de disponer sobre el papel y las juzgó patéticas, atiborradas de interjecciones vanas e hipérboles injustificadas. Lágrimas de impotencia le corrieron por los ojos.
  Durante años había podido escribir sin ningún problema y ahora, tratando de hallar la historia precisa, no conseguía nada que lo satisficiera. Pensó y leyó, leyó y pensó, ensayó varios argumentos que desechó casi enseguida. Incluso musitó una oración al Dios de su adolescencia, al que ya no recurría desde hace muchos años. Hojeó con amargura sus textos precedentes y en el pensamiento calificó de sinvergüenzas a los procaces editores que los publicaron.
  Hacia la medianoche, cuando la luz de la luna se filtraba por el tragaluz, durmió sin haber obtenido un solo atisbo de maestría. Soñó vertiginosamente con un libro, un libro en blanco, cuyas páginas recorría sin leer palabra alguna, lo soñó turbio y pegajoso, sin chiste. Despertó temprano y volvió a pensar, esta vez con melancolía.
  Por la tarde, comió muy poco. Sus ojos, entreabiertos, miraban sin ver. La barba, pulcra de antaño, había comenzado a crecerle. Fatigosamente caminaba por los solitarios pasillos de su casa todavía pensando, todavía esperando o quizás ya con resignación.

Dos semanas transcurrieron desde que el escritor había decidido escribir historias de verdad y a estas alturas había abandonado la escritura. Ya no salía de su casa, ya no leía, probablemente ya no pensaba. Sólo se sentaba en el sillón o en la terraza, y fatigaba sus días contemplando el vasto cielo azul de las tardes.
  Cada mes le llegaban las copiosas regalías de sus malos libros; las donaba a las bibliotecas o las desperdigaba sin resquemor entre la profusión de mendigos de la ciudad. En algún momento compró un arma, por si las dudas. Vendió su casa y donó sus libros. Erró largamente de ciudad en ciudad, de hotel en hotel, de cuartucho en cuartucho.   
     Una noche de invierno, tendido en una banca metálica con las manos cruzadas sobre la cabeza y observando fijamente las estrellas, al otrora escritor se le develó su gran obra; no era más de una línea, pero de algún modo encerraba el universo. La saboreó, la repitió en voz baja y luego la olvidó (o creyó que lo había hecho) y sacó su arma. La llevó lentamente hasta su sien, cerró los ojos y, con una leve sonrisa en el rostro, hizo fuego.