Pensé en el fuego, pero temí que la
combustión
de un libro infinito
fuera parejamente infinita ...
Borges, El libro de arena
Abrirás los ojos. Verás frente a tu
lecho el conjunto de anaqueles que resguardan tu biblioteca individual.
Reconocerás en ellos las obras de Balzac, Stendhal, Cervantes, Joyce, Faulkner, Borges. Te detendrás en
Borges y recordarás tu sueño; en él observarás un libro infinito ardiendo
eternamente, un volumen de hojas que se regenera indiferente al fuego que lo
consume. Frente a tus ojos discurrirán frases, palabras y letras consumidas y
regeneradas, volviendo a renacer de sus cenizas.
Pensarás en el derrumbe de los libros,
en la hecatombe del conocimiento, en la modernidad, el consumismo y la
ignorancia.
Te vestirás y saldrás a visitar a tu
editor para mostrarle tu novela, no sin antes tomar tu taza de café negro que
acostumbras beber todas las mañanas. Esperarás el autobús en la esquina, media
hora, aproximadamente, es lo que se tardará en pasar. Con tus dedos
recorrerás la pasta del libro, la sentirás arder entre tus dedos. Los apartarás y te darás cuenta de que es una
fantasía al mirar las tapas y el lomo indemnes. Sin duda atribuirás tu
imaginación al sueño que tuviste. El autobús llegará y tú lo abordarás después
de que un grupo de viejecillas, madres trasnochadas y niños suba primero.
Pagarás los cinco pesos con monedas de cincuenta centavos, el conductor
observará las monedas y las dispondrá en una caja de madera que lleva al lado
del volante, te percatarás de su abulia al advertir que no las cuenta.
Te sentarás en un lugar al fondo del camión, las vibraciones de las llantas
traseras te harán saltar y tambalearte a lo largo del camino. Volverás a
acordarte de tu sueño.
Oprimirás el timbre de bajada y te
apearás cuando lentamente se detenga. Caminarás una cuadra hasta la oficina del
editor. Te recibirá animoso con una copa de coñac en la mano, te ofrecerá una y
tú la aceptarás con reticencia. Le hablarás de tu novela, de la compleja
construcción de la historia, de la profundidad psicológica de los personajes,
de las atmósferas con las que experimentas en ella. El te mirará con un gesto
de incredulidad en el rostro, tú aducirás en favor de tu historia, tratarás de
convencerlo de la verosimilitud de tu ficción. El editor recibirá tu novela, te
asegurará revisarla lo antes posible para darte sus impresiones, enseguida te
advertirá del cambio en el mercado literario, te explicará cómo se manejan las
obras a publicar, cómo es que es más difícil que te publiquen en la actualidad,
aún escribiendo una gran obra,
cómo, si es que una vez habías podido publicar gracias al talento, ahora
dependías de las exigencias del mercado. Concluirás, decepcionado, que a las
personas ya no les interesa la literatura.
Dejarás el vaso con coñac en la mesa,
te despedirás y cruzarás la puerta de la oficina. Caminarás en la calle sobre
la banqueta, querrás regresar a pie a casa.
Mientras caminas, otearás el panorama
urbano, el dinamismo de las personas que confluyen en los centros comerciales y
en las plazas públicas, advertirás la ausencia de librerías y recordarás el
sueño del libro en llamas.
Será tarde cuando vuelvas a casa,
habrá un crepúsculo incipiente. Sacarás la llave del bolsillo de tu pantalón y
la encajarás en la cerradura del portal, la harás girar y escucharás el ruido
producido por el gozne. Traspasarás el umbral y cerrarás la puerta detrás de
ti. Tratarás de encender las luces pero el apagador no responderá, ningún
apagador de la casa responderá. Te dirigirás a la caja de fusibles e intentarás
averiguar el problema, cambiarás los fusibles y no resolverás nada, entonces
sabrás que no hay energía eléctrica en el edificio. Encenderás con un fósforo una vela y la
colocarás en tu escritorio para iluminar los folios de tu próximo libro.
Comenzarás a redactar y sucumbirás al sueño casi de inmediato. Dormirás.
Soñarás. Arderás.
La vela se irá consumiendo con el
calor de la pequeña flama. Moverás tu brazo bajo el influjo del sueño y rozarás
la llama menguante de la vela. La manga de tu pulóver, al contacto con el
fuego, se incendiará. Poco a poco se expandirá la inflamación sobre el brazo y
contagiarás con lumbre los legajos sobre tu escritorio. Soñarás que ardes, pero
no será un sueño, y lo sabrás al sentir las escoriaciones en tu brazo y tu
cara. Despertarás en medio de un infierno ardiente de novelas y enciclopedias,
de cuentos y ensayos, de poemas. Entreverás las palabras ardiendo, las cenizas suspendidas,
el final de las letras con las que has vivido toda tu vida, las letras que
eran, más bien, tu vida.
Te derretirás con las ascuas del
incendio, corroerán tus ojos, hervirán tus humores. Antes de desmayarte con el
humo, verás otra vez el libro, ese libro eterno se materializará ante tus ojos,
lo atisbarás en medio de las llamas que corrompen tu cuarto y ahora consumen tu
vida. Sufrirás ante la ignición de la literatura, ante la perennidad de las
letras que se disgregan y congregan en torno tuyo. Y en tu mausoleo de fuego tendrás
un pensamiento in extremis, el
pensamiento que plasmaste al inicio de lo que sería tu próximo libro: las letras son y seguirán siendo inmortales,
pero la muerte eventualmente llegará con la indiferencia hacia ellas.
Lo último que escucharás serán los
gritos de los vecinos y el tenue sonido de una sirena aproximándose.