Ignoremos
a los empiristas lógicos. Ignoremos a Russell y a Wittgenstein. Ignoremos que
dos más dos son cuatro. Crucemos el pantano verdinegro, penetremos en
Penumbria.
Platón creyó entender que la palabra es la
especie; el vocablo hombre incluye a
todas las variedades del hombre, el vocablo rosa
a todas las rosas, etc. Al promediar el siglo XIX, Emerson declaró que
cualquier hombre es todos los hombres: «Lo que Platón pensó, lo puede pensar
él; lo que un santo sintió, lo puede sentir él; lo que pudo pasar a cualquier
hombre en cualquier época, lo puede comprender él.» o el fragmento: «…así puedo
observar también mis propios vicios en las distantes personas de Salomón, Alcibíades
y Catilina.», son algunas de las líneas que figuran en el conjunto de su obra. El
obispo irlandés George Berkeley edujo que somos una sucesión de ideas en la
conciencia de Dios. Schopenhauer habla de un mundo nocional que se aniquila
cuando cerramos los ojos: «Entonces le resulta claro y cierto que no conoce
ningún sol ni ninguna tierra, sino solamente un ojo que ve el sol, una mano que
siente la tierra; que el mundo que le rodea no existe mas que como
representación, es decir, sólo en relación con otro ser, el representante, que
es él mismo» (El mundo como voluntad y
representación, § 1). Thomas Carlyle nos compara con espectros: «¡Oh,
cielos¡ ¡Es misterioso, es terrible, pensar que no sólo llevamos cada uno,
dentro de nosotros, un futuro Espectro, sino que somos, en realidad,
espectros!» (Sartor Resartus, III,
VIII).
Es lícito pensar que la filosofía es uno
de los primeros géneros fantásticos. El compendio de dictámenes filosóficos
tributado más arriba no quiere sino significar aquello que ha merecido el
asombro y la perplejidad de los hombres: la metafísica.
La labor primordial de un escritor
fantástico es convencer al lector de la verosimilitud de lo que escribe. La
labor primordial del filósofo es explicar el mundo; no raras veces, esta
explicación ha admitido argumentos fantásticos. Una convicción teológica espoleó
la escritura de los Principios del
Conocimiento Humano de Berkeley, padre del idealismo. Berkeley concibió a
un Espíritu Supremo que “nos
percibe”, que “nos piensa”; el mundo existe como idea, los hombres existen como
espíritus; aquello que no vemos, aquello que no sentimos, carece de
significado. Un árbol existe porque lo miramos; si cerráramos los ojos,
¿podríamos admitir con certeza que el árbol sigue ahí? El lector de Berkeley
participa de la confusión y del misterio, cualidades cabalmente fantásticas.
En algún punto de la historia –si estamos
supeditados a una Eternidad, ¿qué relevancia puede tener una fecha en una serie
infinita de fechas?-, Spinoza conjeturó que todas las cosas son variaciones de
una sola cosa infinita y divina. Una mesa es una guisa de Dios, el sol es una
guisa de Dios, el hombre es una guisa de Dios. Spinoza, o la cosa divina e
infinita que es Spinoza, merece nuestra perplejidad y la de todos los hombres. ¿No
intuyes, lector, lo fantástico de su tesis?
Zenón de Elea es harto más sutil. Vindica
las infinitas subdivisiones del tiempo y el espacio y niega, al mismo tiempo,
la realidad de los últimos. Resumo brevemente la más famosa de sus paradojas: Aquiles,
el aqueo, desafía a una morosa tortuga a una carrera; ésta acepta, indiferente.
Aquiles, sabiéndose más rápido que la tortuga –diez veces más rápido, digamos-,
le otorga una ventaja de diez metros. Cuando Aquiles recorra esos diez metros,
la tortuga habrá recorrido uno; cuando Aquiles recorra ese metro, la tortuga
habrá recorrido un decímetro; cuando Aquiles recorra ese decímetro, la tortuga
habrá recorrido un centímetro; cuando Aquiles recorra ese centímetro, la
tortuga habrá recorrido la décima parte de un centímetro y así hasta lo
infinito. La tortuga siempre estará adelante de Aquiles y éste morirá antes de
alcanzarla. De este modo operan las paradojas de Zenón. Para ir de un punto en
A a un punto en B es preciso recorrer el número indefinido de puntos que hay
entre A y B. El tiempo que hay entre un segundo y otro es interminable. Según
es fama entre los eleáticos, el tiempo y el espacio son ilusorios; uno no puede
moverse, uno no depende del tiempo, pues éste no avanza o avanza infinitamente
un segmento infinitesimal. Las paradojas eleáticas son presumibles concepciones
fantásticas.
La
cifra de los filósofos que sostienen tesis perplejas, tesis asombrosas, propende
al infinito. No obstante, sospecho que las ideas puramente fantásticas están
incluidas en tres grandes gremios filosóficos: el idealismo, el panteísmo y las
paradojas.
La literatura fantástica históricamente ha
abrevado de la filosofía. Los más ilustres de sus compositores son, quizás,
Lewis Carroll, Franz Kafka, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Dino
Buzzati. No deja de asombrarme que Carroll, siendo un lógico y un matemático,
ignore el positivismo y adopte el idealismo y el sentimiento onírico en sus
novelas. Franz Kafka agrava las paradojas eleáticas: El castillo, El proceso y El mensaje imperial son fieles
paradigmas. La obra de Borges está ensombrecida por el Velo de Maya y abunda en nociones de Emerson, de Berkeley, de
Carlyle y de Schopenhauer. El vasto idealismo rige las novelas y los relatos de
Bioy Casares: La invención de Morel, Plan de evasión y En memoria de Paulina son justas referencias. Siete mensajeros y El
desierto de los tártaros de Buzzati obedecen a los procedimientos de Zenón
y de Kafka.
Los
que buscan la lógica y el tedio son positivistas, los que buscamos el asombro,
la confusión y el misterio somos idealistas, panteístas o devotos de Zenón. En
una palabra: fantásticos.
Apenas te ofrecí una glosa, lector, de las
variedades fantásticas en la filosofía. Espero haberte confundido y no
convencido con mis argumentos. Las sombras me reclaman, a final de cuentas no
somos sino sombras que corren detrás de sombras.
Texto publicado anteriormente en Revista Penumbria