lunes, 28 de mayo de 2012

Litteras ignis


Pensé en el fuego, pero temí que la combustión
de un libro infinito fuera parejamente infinita ...
Borges, El libro de arena


Abrirás los ojos. Verás frente a tu lecho el conjunto de anaqueles que resguardan tu biblioteca individual. Reconocerás en ellos las obras de Balzac, Stendhal, Cervantes, Joyce, Faulkner, Borges. Te detendrás en Borges y recordarás tu sueño; en él observarás un libro infinito ardiendo eternamente, un volumen de hojas que se regenera indiferente al fuego que lo consume. Frente a tus ojos discurrirán frases, palabras y letras consumidas y regeneradas, volviendo a renacer de sus cenizas.
Pensarás en el derrumbe de los libros, en la hecatombe del conocimiento, en la modernidad, el consumismo y la ignorancia.
Te vestirás y saldrás a visitar a tu editor para mostrarle tu novela, no sin antes tomar tu taza de café negro que acostumbras beber todas las mañanas. Esperarás el autobús en la esquina, media hora, aproximadamente, es lo que se tardará en pasar. Con tus dedos recorrerás la pasta del libro, la sentirás arder entre tus dedos.  Los apartarás y te darás cuenta de que es una fantasía al mirar las tapas y el lomo indemnes. Sin duda atribuirás tu imaginación al sueño que tuviste. El autobús llegará y tú lo abordarás después de que un grupo de viejecillas, madres trasnochadas y niños suba primero. Pagarás los cinco pesos con monedas de cincuenta centavos, el conductor observará las monedas y las dispondrá en una caja de madera que lleva al lado del volante, te percatarás de su abulia al advertir que no las cuenta. Te sentarás en un lugar al fondo del camión, las vibraciones de las llantas traseras te harán saltar y tambalearte a lo largo del camino. Volverás a acordarte de tu sueño.
Oprimirás el timbre de bajada y te apearás cuando lentamente se detenga. Caminarás una cuadra hasta la oficina del editor. Te recibirá animoso con una copa de coñac en la mano, te ofrecerá una y tú la aceptarás con reticencia. Le hablarás de tu novela, de la compleja construcción de la historia, de la profundidad psicológica de los personajes, de las atmósferas con las que experimentas en ella. El te mirará con un gesto de incredulidad en el rostro, tú aducirás en favor de tu historia, tratarás de convencerlo de la verosimilitud de tu ficción. El editor recibirá tu novela, te asegurará revisarla lo antes posible para darte sus impresiones, enseguida te advertirá del cambio en el mercado literario, te explicará cómo se manejan las obras a publicar, cómo es que es más difícil que te publiquen en la actualidad, aún escribiendo una gran obra, cómo, si es que una vez habías podido publicar gracias al talento, ahora dependías de las exigencias del mercado. Concluirás, decepcionado, que a las personas ya no les interesa la literatura.
Dejarás el vaso con coñac en la mesa, te despedirás y cruzarás la puerta de la oficina. Caminarás en la calle sobre la banqueta, querrás regresar a pie a casa.
Mientras caminas, otearás el panorama urbano, el dinamismo de las personas que confluyen en los centros comerciales y en las plazas públicas, advertirás la ausencia de librerías y recordarás el sueño del libro en llamas.
Será tarde cuando vuelvas a casa, habrá un crepúsculo incipiente. Sacarás la llave del bolsillo de tu pantalón y la encajarás en la cerradura del portal, la harás girar y escucharás el ruido producido por el gozne. Traspasarás el umbral y cerrarás la puerta detrás de ti. Tratarás de encender las luces pero el apagador no responderá, ningún apagador de la casa responderá. Te dirigirás a la caja de fusibles e intentarás averiguar el problema, cambiarás los fusibles y no resolverás nada, entonces sabrás que no hay energía eléctrica en el edificio.  Encenderás con un fósforo una vela y la colocarás en tu escritorio para iluminar los folios de tu próximo libro. Comenzarás a redactar y sucumbirás al sueño casi de inmediato. Dormirás. Soñarás. Arderás.
La vela se irá consumiendo con el calor de la pequeña flama. Moverás tu brazo bajo el influjo del sueño y rozarás la llama menguante de la vela. La manga de tu pulóver, al contacto con el fuego, se incendiará. Poco a poco se expandirá la inflamación sobre el brazo y contagiarás con lumbre los legajos sobre tu escritorio. Soñarás que ardes, pero no será un sueño, y lo sabrás al sentir las escoriaciones en tu brazo y tu cara. Despertarás en medio de un infierno ardiente de novelas y enciclopedias, de cuentos y ensayos, de poemas. Entreverás las palabras ardiendo, las cenizas suspendidas, el final de las letras con las que has vivido toda tu vida, las letras que eran, más bien, tu vida.
Te derretirás con las ascuas del incendio, corroerán tus ojos, hervirán tus humores. Antes de desmayarte con el humo, verás otra vez el libro, ese libro eterno se materializará ante tus ojos, lo atisbarás en medio de las llamas que corrompen tu cuarto y ahora consumen tu vida. Sufrirás ante la ignición de la literatura, ante la perennidad de las letras que se disgregan y congregan en torno tuyo. Y en tu mausoleo de fuego tendrás un pensamiento in extremis, el pensamiento que plasmaste al inicio de lo que sería tu próximo libro: las letras son y seguirán siendo inmortales, pero la muerte eventualmente llegará con la indiferencia hacia ellas.
Lo último que escucharás serán los gritos de los vecinos y el tenue sonido de una sirena aproximándose.  
    

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