Me senté en el pretil del puente. Vagamente pensé en el
porvenir; el río se dilataba a lo largo del amurallado de piedra. Quince, quizá
veinte metros de aquí al curso. La gravitación de las aguas me hizo sentir un
tenue vértigo. Incliné un poco la cabeza, repetidas veces; experimenté el
cambio de presión en mi cráneo e imaginé las venas hinchadas de mis sienes.
Absurdamente miré a mi alrededor. No había nadie.
Conjeturé que el presente es infinitesimal y que las
personas lo han vuelto una convención; que utilizan ese término (fallido) para
explicar la inaccesibilidad del tiempo y acrecentar su soberbia; para no
sentirse reducidos por algo de lo que no son ni pueden ser dueños. Entreví al
sol entre nubes cenicientas y momentáneamente padecí el anillo de pálido fuego.
Empezó a llover.
El río se embraveció con la lluvia. Me bajé del pretil.
Saqué la mojada nota de suicidio del pantalón y la arrojé hacia el curso. Tal
vez mañana, cuando haya sol y el río se calme, decida por fin a perderme entre
las aguas y a ser un fugaz recuerdo en este presente impostor.
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