viernes, 1 de febrero de 2013

El mal escritor


Cansado de crear historias vagas y personajes sin lustre, aquella madrugada el escritor se levantó de la cama, calentó un pocillo con café y se dispuso a teclear en la vieja máquina de escribir que tenía apostada en su escritorio. Entreveía el argumento, no muy bien, pero lo entreveía. Sin demora y liturgia algunas, comenzó a escribir.
  Lentamente oprimió la tecla E pero se arrepintió enseguida. Abrir la narración con un artículo lo conduciría al fracaso; así lo había hecho con sus últimos libros, y ésta tenía que ser una historia diferente, ésta tenía que subvertir todos los convencionalismos de su escritura. Verbo transitivo o intransitivo, adverbio o adjetivo, preposición. Optó por el adverbio. Mecanografió la primera frase y la deploró, rompió la página e insertó una nueva hoja en blanco. Ajustó el rodillo y comenzó de nuevo.
  Escrito el primer párrafo, consideró que la historia que estaba germinando era superficial y pretenciosa, por lo que tomó la hoja, la comprimió con las manos y la arrojó al suelo. Urdir una obra maestra no era sencillo. Tramó vagamente durante horas.
  Cuando por fin tuvo la historia que lo colocaría entre los grandes de la literatura, ya había amanecido. Y él sólo escribía de noche. Así que dejó reposar esa magna obra en la consola de su pensamiento.

Unas horas antes del crepúsculo, el escritor retomó con vértigo la serie de ideas que habría de disponer sobre el papel y las juzgó patéticas, atiborradas de interjecciones vanas e hipérboles injustificadas. Lágrimas de impotencia le corrieron por los ojos.
  Durante años había podido escribir sin ningún problema y ahora, tratando de hallar la historia precisa, no conseguía nada que lo satisficiera. Pensó y leyó, leyó y pensó, ensayó varios argumentos que desechó casi enseguida. Incluso musitó una oración al Dios de su adolescencia, al que ya no recurría desde hace muchos años. Hojeó con amargura sus textos precedentes y en el pensamiento calificó de sinvergüenzas a los procaces editores que los publicaron.
  Hacia la medianoche, cuando la luz de la luna se filtraba por el tragaluz, durmió sin haber obtenido un solo atisbo de maestría. Soñó vertiginosamente con un libro, un libro en blanco, cuyas páginas recorría sin leer palabra alguna, lo soñó turbio y pegajoso, sin chiste. Despertó temprano y volvió a pensar, esta vez con melancolía.
  Por la tarde, comió muy poco. Sus ojos, entreabiertos, miraban sin ver. La barba, pulcra de antaño, había comenzado a crecerle. Fatigosamente caminaba por los solitarios pasillos de su casa todavía pensando, todavía esperando o quizás ya con resignación.

Dos semanas transcurrieron desde que el escritor había decidido escribir historias de verdad y a estas alturas había abandonado la escritura. Ya no salía de su casa, ya no leía, probablemente ya no pensaba. Sólo se sentaba en el sillón o en la terraza, y fatigaba sus días contemplando el vasto cielo azul de las tardes.
  Cada mes le llegaban las copiosas regalías de sus malos libros; las donaba a las bibliotecas o las desperdigaba sin resquemor entre la profusión de mendigos de la ciudad. En algún momento compró un arma, por si las dudas. Vendió su casa y donó sus libros. Erró largamente de ciudad en ciudad, de hotel en hotel, de cuartucho en cuartucho.   
     Una noche de invierno, tendido en una banca metálica con las manos cruzadas sobre la cabeza y observando fijamente las estrellas, al otrora escritor se le develó su gran obra; no era más de una línea, pero de algún modo encerraba el universo. La saboreó, la repitió en voz baja y luego la olvidó (o creyó que lo había hecho) y sacó su arma. La llevó lentamente hasta su sien, cerró los ojos y, con una leve sonrisa en el rostro, hizo fuego.

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