El milagro, si tal sustantivo es
válido, ocurrió, si no mal recuerdo, en el arduo verano del ochenta y nueve. En
enero de aquel año trabé amistad con Hilario Figuérez, un hijo de campesinos
michoacanos con una pequeña residencia en Coyoacán. Las circunstancias en las
que nos conocimos ahora me son, casi a los sesenta y cuatro años,
irrecuperables.
Hilario, no sin razón, tenía fama de
borracho y pendenciero; nos batimos varias veces en callejones y cantinas antes
del suceso que aún sigue siendo causa de mi más pertinaz perplejidad.
Aquella noche -serían cerca de las
nueve- un hombre de taciturnos rasgos nos detuvo en una esquina de Reforma. Se
cuadro frente a nosotros y nos exigió, navaja en mano, nuestras carteras;
Hilario, ofuscado por su habitual temeridad, no logró mitigar sus impulsos y
trató de acometer al sujeto. Se entreveraron y bruscamente cayeron al piso.
Hilario resolló fuertemente un grito cuyo eco se perdió lacónicamente entre los
edificios adyacentes. Tenía el cuchillo tajándole en el vientre y las manos
maculadas con la plétora de su negra sangre. Removí cuidadosamente el cuchillo -supe después que esto fue un acto pernicioso- y le di alcance al sujeto que ya
corría sobre la avenida. Impulsivamente penetré cuatro o cinco veces los
costados del maleante y lo dejé morir sobre el adoquinado de piedra.
Figuérez murió a mi regreso. Lo
encontré yacente y empapado sobre un charco de oscura sangre. Recuerdo haber
corrido largamente bajo el influjo de una sirena y la persistente intermitencia
de una luz azul y roja: una patrulla me perseguía.
Bajé al metro y los perdí. Llegué
tarde y abrumado a mi casa, en el recibidor había un espejo, lo miré de soslayo
y me turbó la aparición de un extraño hombre. Temí que fuera un ladrón y que
esa madrugada me deparara un segundo encuentro malhadado. Sujeté el perchero y
me aproximé a la sala. No hallé a nadie. Lentamente recorrí la totalidad de las
recámaras y encontré lo mismo: nada. Volví a la sala y me recosté en el sillón
de piel. Observé la velada pantalla del televisor y en el opaco reflejo vi al
hombre antes percibido en el espejo. Salté del sillón y oteé alrededor, descubrí
lo ya conocido: la mesa de cristal a mis espaldas, el librero en el muro del
fondo, el tocadiscos junto a la ventana. Azorado, vi de nuevo, para asegurarme,
el reflejo en la pantalla y el ajeno hombre apareció y mis movimientos
dibujaban los suyos.
Troté perplejo hacia el espejo y lo
entendí. Mi rostro había cambiado, pero no sólo eso, mis rasgos eran los mismos
rasgos taciturnos del sujeto que, embriagado por la cólera, había acuchillado
unas horas atrás. Mi esposa seguía agonizante el la cama y no había nada en el
refrigerador. Me arrellané en el raído sillón de lona. Hilario salió a la
tienda. Casi no lamenté haber asesinado a aquel hombre para quedarme con su
cartera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario